Joaquín estaba frente al monstruo y lo demás no existía. Las luces estaban apuntando hacia ellos y la música se colaba entre la máscara para hacer más acústico el silencio. La vida se reducía a un temblor puro y crudo que le recorría las venas y explotaba en cada latido. El monstruo por su parte le ponía la mano en el hombre para intimidarlo y le sonreía sabedor de su victoria. Joaquín comenzó a escribir y mientras escupía letras se le iba apagando la voz, la saliva le salía por los dedos y el proyector fungía de sus pupilas observando a todo el público que apagado en la noche estaba hipnotizado por lo que ocurría. El monstruo implacable de tres elementos empujaba al reloj que cedía a ser cuatro, a ser tres, a ser dos, a ser fin. Joaquín alzó la mirada y vio gente conocida, se fue enchufando a la noche y no pudo evitar ceder una sonrisa, ceder una queja en tos, un guiño con el ojo. El monstruo se fue y sólo quedó la bulla. La voz de Joaquín se hizo eco y retumbó en mil oídos que como cueva sagrada iban pregonando la nueva historia.
Y todo se acabó en un suspiro. Joaquín se quitó la máscara y perdió algo más que su identidad. Perdió las ganas de perder. Y el juego continuó, porque cuando pierdes... el juego es interesante. Cuando ganas... el juego termina.
No hay comentarios:
Publicar un comentario