La Rebeca en sus mejores años,
ésa que bailaba vestida de invierno en la plaza
con todos los aplausos de la luna
y el café lloviendo a los que pasaban.
La chica de los ojos tristes y sonrisa eterna
saltando de aquí para allá con su cartera roja
cantando cosas que ahora no recuerdo
y acaso recordando, se pierden en el tiempo
entre tanto recuerdo de sus piernas blancas
y su falda de estrellas,
entre tanta nostalgia de sus brazos alcanzándome
cuando me cansaba de estar sin ella.
La noche se hacía de motivos en Rebeca
para hacerse extensa y plagar de música
silencios innecesarios que nos sobraban
mientras las horas se gastaban entre sillas de madera
y piscos mal servidos,
entre bromas tontas y sonrisas sin foto,
entre relojes en pausa
entre tanta memoria mentirosa
entre la Rebeca en sus mejores años
y el poeta en sus peores letras
entre su piel besando el aire
y mis manos helando el viento
entre tantas cosas sin importancia
que con ella se hacían importantes
entre recuerdos que ya no recuerdo
y que ella me hacer recordar
sin siquiera intentarlo
entre su vaga intención
y mis ganas de estar vivo
entre su sonrisa vengadora
y mi risa justiciera
entre labios aterrizados
de tanto sobrevolar sus brazos, los míos;
entre el uno y el dos,
entre nosotros,
una Rebeca de otro nombre
y yo un escritor de otro entonces.
La Rebeca ya vuelve,
está parada en la nostalgia
de una memoria a la que miento
para hacer más extraño el pasado
y no saber qué fue del inicio
y me importa menos el final.
La Rebe tiene sus motivos para volver
pero yo le pregunto (sin preguntarle)
para qué hacerlo si en sus mejores años
nunca estuvo aquí,
y cuando se fue
no lo hizo de aquí para irse allá
se fue allá,
para estar
más allá.
La Rebeca es una hermosa mujer sin importancia
una mujer de otro nombre
que se fue
cuando menos estuvo.